Viéndole transitar por nuestras calles, ya hombre maduro y jubilado de la profesión de albañil, le recuerdo cuando era muy niño aún, allá por los años treinta, contando año y medio de edad.
La casa de sus padres, ubicada en el extrarradio, en el ahora llamado Barrio del Rincón, fue escenario de un suceso del que soy testigo obligado por mi condición profesional: ser practicante de medicina.
El pequeño Catalino necesitaba cuidados médicos especiales. Extenuado por no poder alimentarse por vía natural, debido a una acentuada y pertinaz gastritis, obligó al médico que lo atendía a utilizar el procedimiento de los enemas para nutrirle por esa vía rectal. Además, prescribió una tanda de inyecciones para reforzar el efecto de aquella alimentación, elegida como dudoso remedio para prolongar la vida del niño.
Uno de los días de mi asistencia al niño para inyectarle un preparado farmacéutico, entonces en boga, que consistía en yema de huevo, oí el relato de una madre angustiada que sostenía a su hijo en los brazos, en espera del milagro que mantuviese la vida de aquel niño depauperado, sin esperanza de sobrevivir. Su estómago no admitía ni agua, por eso el médico acudía a utilizar otros medios sustitutorios, ciertamente desesperanzadores.
Al disponerme a inyectar al niño, observé cierta mejoría en su semblante. La cabecita, que en días anteriores estaba inclinada, recostada en el tórax de su madre por la imposibilidad de mantenerla erecta, aquel día se hallaba erguida, y sus ojos brillantes alegraban aquel rostro taciturno de otros días.
Asombrado por el cambio operado, creí que se debía al tratamiento médico, que había resucitado al chiquillo. Pero la madre me explicó el suceso milagroso que devolvió la vida a su hijo preagónico, sin haberse repuesto de la emoción que le embargaba todavía. He aquí sus palabras:
"Había dejado restos de comida en un pequeño plato. Se trataba de una sardinita en escabeche. El niño lo mira con vehemencia y, balbuceando, con un sonido gutural imperceptible, apunta hacia aquel 'manjar' alimenticio, indicando con su diminuto dedo el deseo de comerlo. Yo tenía la certeza de que le esperaban los ángeles en el cielo. Siendo así, convencida de que le quedaban pocos días de vida, no quise privarle de su último capricho: consentí. Se me figuraba veneno aquel alimento, aderezado con vinagre, y creí que una vez ingerido y recibido por aquel estomaguito tan delicado, su desenlace sería fulminante".
"No fue así -me decía-, pues al terminar de deglutir el trocito de sardina, consumido con avidez, le vi cambiado. Esperé algún momento, sorprendida de que siguiera vivo. Ante el milagro evidente, le di un trozo mayor, al observar que se dibujaba una sonrisa en su rostro. La alegría de sus ojos inspiraba confianza, y continué alimentándole con aquel 'veneno', que se comportó como la mejor medicina".
Hasta aquí las palabras de una madre que, sin sospecharlo, "resucitó" a su tierno hijo. Los ángeles quedarían tristes, pues esperaban a Catalino para que hiciese corro con ellos, prendido de las estrellas. Mas aquel niño era necesario en su pueblo: al pasar los años harían falta artífices que construyeran bonitas viviendas que lo embellecieran. Y su ángel de la guarda tiró de él, impidiendo que se lo llevaran los querubines y serafines. Querían que fuese astronauta como ellos, pero como hizo falta aquí, nosotros, sus convecinos, le agradecemos los servicios que prestó a El Hoyo de Pinares, alegrándonos de que los hermosos querubines "nos le cedieran" para que cumpliese su misión social en la tierra cuando dejó de ser niño.
No habrá jugado como lo hiciera con los ángeles del cielo; pero, seguramente, cuando llegue a las alturas, lo recibirán con inusitada alegría, recordando aquella sardina que, tal vez, ellos "llevaron" con sus alas blancas a la humilde casita del Barrio del Rincón.
Alipio García León
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Fuente | Publicado en el Programa de Fiestas San Miguel 1990.