Un médico en El Hoyo de Pinares del siglo XIX

 
 
D. Máximo García López publicó en 1847 una especie de memorias en dos tomos, bajo el título Diario de un Médico.

Contenían el relato, casi novelado, de su azarosa historia profesional, que hasta entonces se había desarrollado sobre todo en las provincias de Toledo y Ciudad Real, en el convulso marco histórico de la primera guerra carlista. Pero si lo traemos aquí es porque el primer destino del joven licenciado en medicina fue precisamente El Hoyo de Pinares, donde prestó servicios durante dos años, entre 1832 y 1834, una experiencia a la que dedica casi un centenar de páginas de su obra. 

EL HOYO EN 1832

Leyendo su Diario, podemos saber que el nuevo médico titular fue recibido con un banquete en casa del alcalde y su esposa, con la presencia de la corporación municipal y del escribano (lo que hoy llamaríamos secretario). La comida, cabrito asado, era servida por el alguacil del concejo, apodado tío Fuelles.  El recién llegado traza un interesante y curioso retrato de cómo era entonces nuestro pueblo (lo transcribo con ortografía actualizada):

“Hoyo de Pinares es de unos 250 vecinos [un concepto entonces similar a “cabezas de familia”], pertenece a la provincia de Ávila y al Juzgado de Cebreros, del que dista una legua. Tiene una parroquia con la advocación de San Miguel.

Está situado este pueblo propiamente en un hoyo cercado de elevadas sierras, donde se crían muchos pinos de diferentes clases, y sin duda de aquí deriva su nombre.

Su figura es casi la de un triángulo imperfecto: está dividido en tres secciones o pueblecitos por las cortaduras que hacen dos arroyos que descienden de lo alto de las montañas, formando unas cascadas tan sorprendentes, naturales y hermosas que recrean agradablemente cuando las lluvias las hacen correr.

Luego que estos pasan el pueblo, se juntan y, recogiendo las aguas de diferentes puntos, llegan a veces a formar un arroyo respetable que después desemboca en el río Alberche.

Para el tránsito de los vecinos de unos puntos a otros del mismo, tiene construidos tres puentes, dos bastante sólidos, espaciosos y labrados, y otro endeble para el arroyo más pequeño, que frecuentemente tienen que estar reparando. Tiene tres plazas, la principal, recién construida, la antigua que era más bien un corralón para los ganados y carretas, y la plazuela del Sol que está inmediata a la iglesia, al Sur de ella.

En uno de sus extremos hay dos grandes álamos negros, cuyos gruesos y carcomidos troncos manifiestan la antigüedad de su plantación.

A su sombra se guarecen en  tiempo de verano los mozalbetes y curiosos para ver entrar en la iglesia a las serranas, mientras el sacristán tañe las horas enteras las campanas dando tiempo a que el pueblo se reúna a ver la única misa del arciprestazgo que en todo lo más del año suele celebrarse.
Las casas de piedra, con poca luz y ventilación, dan un aspecto tétrico y sombrío a las calles que, como ya se ha dicho, son desiguales, sucias y mal empedradas. Se crían buenos pastos en las praderas señaladas para ellos, pero se esconden entre sus verdes yerbas muchas víboras que a veces hacen mortal su mordedura.

Con estos pastos se alimentan infinidad de ganados, particularmente el cabrío y lanar fino y ordinario, que dan excelentes leches y lanas.


Las aguas, delgadas y frías. Frutas excelentes. Se coge poco trigo, bastante centeno, y la industria principal consiste en el cultivo del lino y en la recolección de piñones, que es de propiedad general, no siéndolo así las maderas, que pertenecen a los propios.

No se consume otra carne que la de cabra. Se coge poca aceituna. Para el alumbrado usan las teas o rajas de pino.

Los ganados vacuno y el de cerda andas sueltos por las calles, circunstancia de motiva la suciedad e inmundicia que ya hemos referido.

Los naturales son sencillos y dóciles, hallándose la propiedad muy distribuida, así es que rara vez se ha visto impetrar la caridad pública a ningún vecino.”
 


El médico se instala en la localidad junto con su esposa y su hija, y toma a su servicio a una mujer del pueblo, la tía Gorriona, quien le irá aconsejando sobre cómo adaptarse a la peculiar idiosincrasia local.

El facultativo sustituye a D. Prudencio, al que, según la Gorriona, un malentendido relacionado con el arreglo de una boda (se negociaba el importe de la dote) le costó sufrir maledicencias y terminar perdiendo injustamente su plaza.

UN MÉDICO RURAL DEL SIGLO XIX

D. Máximo va narrando diversos casos de su ejercicio profesional en la villa. Por ejemplo, cuando tuvo que atender al tío Purgatorio, que había sufrido un síncope por falta de alimentación. O en otra ocasión, cuando es llamado por un chiquillo “descalzo, en mangas de camisa, con unos calzoncillos de paño con mil remiendos y por tirante un pedazo de orillo”, para que atienda a su madre, la tía Torcida, supuestamente por un cólico. Lo que le aquejaba resultó ser realmente… una borrachera.

Uno de los episodios a los que más atención presta el Diario es la agonía de un veterano de guerra, víctima de una grave dolencia pulmonar, y que, con 54 años de edad, narra su desventura al médico que le asiste en sus  últimos días. Pero creo que la historia de este excombatiente hoyanco bien merece que le dediquemos en otra ocasión un artículo específico.

Una tarea ingrata para D. Máximo, y que le ocasionó algún disgusto, era decidir quiénes estaban exentos para el servicio de soldados, pues se movía entre intensas presiones y una preocupante inseguridad jurídica.

El médico tendrá que enfrentarse a enfermedades que en su mayoría eran fruto de la insalubridad en las condiciones de vida. En el verano eran frecuentes las “fiebres intermitentes”, “con intensidad tal que muchos sucumben a impulsos de su malignidad”. “Una atmósfera viciada por la descomposición de los vegetales, en contacto con las aguas de los arroyos (…) ha de desarrollar efectos nocivos y, con ellos, producir fiebres epidémicas”. Igualmente “por aquel tiempo se desarrollaba en algunos pueblos de la provincia, y particularmente en Cebreros, una enfermedad grave de carácter contagioso que hacía infinidad de víctimas”. La enfermedad, que él considera fiebre tifoidea, también atacaba a quienes atendían a los enfermos y nuestro protagonista tendrá que asistir a sus colegas de San Bartolomé de Pinares y de Navalperal, afectados por la dolencia. Finalmente, la epidemia llega a El Hoyo, donde resultan una “infinidad” los “invadidos” por la misma. 

El médico detalla que “no había en el pueblo botica, distaba ésta una legua” (seguramente estaría en Cebreros) y, como es obvio, con la dificultad de desplazamiento propia de la época. “Mientras van y vienen por la medicina, ¿cuántos peligros puede haber corrido el enfermo?”, se preguntaba. Explica también que el sistema de pago en la farmacia era mediante una iguala fija. Esto, en casos de pandemia, le planteaba un problema: si recetaba mucho, era la ruina del farmacéutico; si recetaba poco, era un peligro para los pacientes. Pero tenía que atenerse a su deber moral, como hizo el boticario al “despachar las medicinas que los igualados necesitaren”, aunque cree que este tipo de contratos “debieran estar proscritos”.

Por si fuera poco, el galeno padecía los reiterados impagos del Ayuntamiento y, aunque su ama le aconseja que sea insistente en su reclamación, al médico le incomoda la situación: “Me es tan repugnante andar todos los días molestando, que prefiero vivir en la indigencia a esa humillación servil con que parece que se recrean los concejales”. Critica en su texto el reparto del coste médico que el consistorio hace entre la población: “Lo mismo cargan al infeliz jornalero que al vecino más acomodado”, lo que a sus ojos supone una evidente injusticia.

D. Máximo sufre la precariedad sanitaria de la época: “Para probar hasta dónde llega el abandono de la salud pública en los pueblos y la poca estima que en algunos tienen los instrumentos y cosas necesarias para corregir enfermedades repentinas, como cólicos, apoplejías, etc., baste saber a nuestros lectores que en esta población de más de 250 vecinos no había siquiera una lavativa… y más de cuatro veces, si por fortuna no la hubiera tenido el facultativo, hubieran perecido los enfermos. A petición e instancias mías logré que el Ayuntamiento se hiciera con una y, como ‘jeringa de la Villa’, andaba tan necesario instrumento de una parte a otra todo el día”. 

El médico tenía también que luchar contra la superchería. Así, conocerá un día a la Saludadora, una mujer forastera que aseguraba tener el poder de prevenir la rabia. Se la encontró en la Corredera, con “sus pelos blancos y desgreñados, su cara arrugada y morena y un tumor voluminoso que pendía de la parte anterior de su cuello”. Llevaba un rosario de Jerusalén y ofreció al médico sus servicios. Dijo que ella tenía la marca de una cruz de Caravaca en el paladar y que eso indicaba su capacidad para proteger a los demás de la rabia. Afirmaba poseer “documentos y certificaciones y cuanto usted quiera del prior de los monjes jerónimos del monasterio de Guisando”. Y, delante de él, paró a un joven que pasaba e hizo una demostración de su ritual, lo que provocó que el médico, de vuelta a casa, se lamentara de “la estupidez e ignorancia con que las clases pobres sostienen esas rancias preocupaciones” pensando que son las carencias educativas la fuente de la que “manan tantos absurdos y patrañas, tanta ignorancia y superstición”.

Pronto sabrá también de la ingenua confianza de la gente en un curandero de Las Navas, a través de una mujer que acompaña a su esposo enfermo: “Venimos a que vea usted a mi marido, a quien hoy ha dado una fuerte calentura y un frío tan extraordinario que por poco se muere. La ‘tía Calva’ nos ha dicho que debe ir a Las Navas del Marqués a que le cure ‘el Brujo’ porque, de lo contrario, nunca se pondrá bueno”. Ante la sorpresa del doctor, le explica que es “un hombre que hace milagros con sus letanías y oraciones, pero tan raro que algunas veces, como no le regalen bien, no quiere curarlos”. Y acaba ofreciendo más detalles: “En cierta ocasión fui yo con una vecina, le pidió una liga y un poco de pelo de junto a la oreja izquierda y lo quemó todo, con una mezcla de sebo de lobo y huesos de muerto, hizo un ungüento y empezó a darle tantas frotaciones por todo el vientre que en poco se puso buena”. El médico se indigna: “No pude continuar oyendo tanta estupidez y fanatismo”. Y, tras reprenderla, prescribe un medicamento para el paciente: “Tome usted esta receta, vaya a la botica, que con ella le darán una medicina que no dejará de producir más alivio que las oscuras frases y ridículas ceremonias de un impostor que vive y explota su mina a costa de la credulidad de los ignorantes, abusando de nuestra paciencia y de la tolerancia de las autoridades”. 

LA FIESTA DE SAN SEBASTIÁN

Una curiosidad histórica local que reflejan las páginas del Diario de un Médico es la celebración de la festividad de San Sebastián, a la que fue invitado por la Corporación. Ese año se aprovechó también la solemne ocasión como acción de gracias por el fin de la epidemia de fiebre tifoidea.

En esa fecha hoy se celebra la tradición de la Vaquilla, relacionada con los quintos. Pero el 20 de enero de 1834, el programa festivo incluía una misa solemne con sermón, una procesión y –lo más desconocido para nosotros- una representación de origen medieval que rememoraba las luchas de moros y cristianos.

Cada comparsa era dirigida por un anciano y salían delante de la procesión de San Sebastián, cuya imagen aún se conserva hoy en uno de los retablos del templo parroquial. Una iba con ropajes de moros y bailaba al compás de unos palos. La otra, vestida “a la antigua española”, danzaba al son de dulzaina y tamboril.

La comparsa mora representaba “a veces batallas a campo descubierto y otras, formando con sus cuerpos improvisados castillos, desafiaban con sus palos y acciones el valor de los cristianos. Éstos, que veían el desafío, imitaban otros iguales y, admitiendo el reto de los moros, se introducían entre sus filas y, dando palos y más palos unos y otros sin perder el menor sonido, hacían una visualidad curiosa y entretenida, a la par de agradable y entusiasmadora. Esta escena guerrera duraba mientras la procesión hacia alto en alguno de los puntos señalados al efecto y después, aparentando ser vencidos los moros, marchaban en precipitada fuga a su primitivo puesto. Los españoles, como dueños del campo, expresaban con sus alegres movimientos el triunfo obtenido sobre sus enemigos y por delante de la imagen seguían haciendo sus evoluciones”.

“Nunca había visto a las serranas más aseadas, peripuestas y limpias que en aquel día”, escribe el médico. “Animación, solaz y alegría presentaba aquella villa en tan solemne fiesta. Los males y sustos sufridos con la epidemia se olvidaron, el frío de la estación no impresionaba a sus naturales, sólo regocijo y baile se veía por doquier en sus semblantes”. 

Terminada la procesión, “los danzantes, después de acompañar al señor cura y Ayuntamiento a sus casas, marcharon con los mayordomos del santo a tomar el refrigerio de costumbre”. 

Por la tarde, se celebraban nuevas danzas en la plazuela del Sol, pero ahora ya también con participación femenina.

El tamborilero cantaba una letra que suponemos que hacía referencia a Alfonso VII, que reinó en Castilla y en León en el siglo XII y fue coronado como Imperator totius Hispaniae:

Al Rey D. Alfonso,
al Rey mi Señor
la España le aclama
por Emperador.


Se trata de un monarca muy vinculado a la ciudad de Ávila, a la que otorgó uno de los títulos que aún hoy aparecen en su escudo, por haberle protegido durante su minoría de edad.

Pero el médico no salió de su asombro al escuchar que esta canción de evocación histórica se mezclaba de pronto con otra malévola coplilla, al parecer dedicada a un vecino que se había casado con una chica embarazada: 
 
Tú te la llevarás,
Periquito, la Bartola
tú te la llevarás
pero no está sola… 


SU MARCHA

El médico no guardará un buen recuerdo de El Hoyo de Pinares. Al exceso de trabajo, las carencias en el ejercicio profesional, los impagos de honorarios municipales y los problemas de salud, se unió la desgraciada muerte de su hija. Toda la familia había enfermado en distintos momentos, pero la pequeña -“nuestra única y apasionada hija que con sus caricias mitigaba los eternos disgustos”- falleció víctima de una “fiebre gástrica fulminante”, lo que fue para sus padres “el último golpe y más sensible para poner a prueba nuestro sufrimiento”.

Cuando el matrimonio sanó de sus dolencias, consiguió otro destino y abandonó nuestro pueblo en junio de 1834. “Después de un viaje penoso, con caballerías cargadas de muebles, que se rompían a cada paso por los áridos y espesos montes de El Hoyo, Cebreros, Cadalso, etc.”, D. Máximo García López llegará, junto con su esposa, a la localidad de Carmena (Toledo), para tomar posesión de su nueva plaza.
 
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Fuente | Publicado en el Programa de Fiestas San Miguel 2012
 
Ilustraciones | Dibujo procedente de la obra original. Fotografía de un dintel de una vieja casa de El Hoyo de Pinares, de Manuel Tabasco. Y cubierta original del libro.