Apolinar Estévez, retrato de un maestro de escuela


A sus numerosos alumnos y a sus hijas, Amelia y Rosa, con afecto.



Como explicaba el año pasado en estas mismas páginas, cada vez me parece más importante el ir dejando constancia escrita de lo que se refiere a aquellos hechos o nombres que forman ya parte de la historia de nuestra villa, recuperar -antes de que los devore el tiempo- los detalles definitivos, entrañables, que forman parte del sustrato sobre el que se asienta lo que hoy es El Hoyo de Pinares, saber quiénes somos y de dónde venimos como pueblo. Y uno de los aspectos más interesantes de esta labor puede ser el conocer la personalidad y la tarea de gentes que también pasearon quizá por estas calles o por este pinar, que -como nosotros- se dejaron en estos rincones sus alegrías, sus problemas, sus inquietudes, su trabajo, sus sueños...: su vida.

Hoy se me ha ocurrido trazar un retrato, forzosamente incompleto, de Apolinar Estévez. Los de mayor edad de El Hoyo de Pinares saben perfectamente lo que este hombre significó, pero, probablemente, para las generaciones más cercanas a la mía no sea más que el nombre de una calle por la que pasan a menudo. Como me toca de cerca este tema -Apolinar Estévez era mi bisabuelo- y para estimular el recuerdo de los primeros y el conocimiento de los segundos, voy a ofrecer unos apuntes sobre esta figura de nuestra pequeña historia local, para lo cual he recogido el testimonio de una de sus hijas, Amelia Estévez, hoy de 86 años, que me ha escrito unas lúcidas y valiosas líneas, pero con la certeza de que muchas otras personas (familiares, amigos, discípulos...) podrían aportar más datos a este perfil. "Dicen que las palabras se las lleva el viento -escribía mi amigo Javier Onrubia al frente de uno de sus libros- pero no hay viento tan poderoso que pueda borrar un recuerdo".

Apolinar Estévez Rodríguez nació en El Hoyo de Pinares en 1858. "Tenía mucha personalidad -cuenta Amelia-, era un hombre de nobles costumbres, trabajador y muy estudioso". Tanto es así, que a los dieciocho años ya era Maestro Superior.

Este curso, cuando en Madrid pasaba yo, cerca de donde vivo, por el Paseo del Prado, leía cada día una frase de Eugenio D'Ors esculpida en un monumento a él dedicado: "Una sola cosa te será contada -decía Xenius- y es tu obra bien hecha". Pues la obra bien hecha de Apolinar Estévez fue, sin duda, su labor como maestro. Cuando, siendo yo muy pequeño, veía de vez en cuando en casa de mis tías el retrato del bisabuelo, imaginaba a don Apolinar, con su gesto serio y su bigote, como un maestro de escuela a la antigua usanza, severo, pero entregado al máximo.

Después de algún tiempo de ejercer la docencia en los pueblos abulenses de Crespos, Lanzahita y Candeleda, Apolinar consiguió en esta última localidad la permuta para venir a trabajar a su pueblo natal. Aquí se casaría con Rosa de Pedraza varios años después, en 1885.

"La enseñanza de aquellos años -sigue recordando Amelia- era un verdadero calvario. Sólo había dos escuelas, una de niños y otra de niñas. La matrícula era de más de cien niños" para un sólo maestro. Había ocho secciones (el equivalente a los actuales cursos), pero "la escuela, sin capacidad suficiente, sólo tenía mesas para cinco secciones".  "Las primeras daban la lección y lectura con él, y éstos, después de su lección, se repartían con los pequeños, junto a unos carteles con el abecedario, ya que, como no había párvulos, los niños de seis años no conocían ni la A". Las tres secciones de los más pequeños las tenían los mayores a su cargo, pues era la única posibilidad de abarcar tantos niños y tantos niveles distintos. "Terminado con los mayores, hacía un pequeño repaso con las secciones de los pequeños, así hasta la hora de la escritura. Los que no tenían mesa lo hacían en unos pequeños encerados".

Las asignaturas a las que más importancia se daba en la enseñanza de entonces eran las tradicionales: Aritmética, Gramática y Geografía. También se impartían Doctrina Cristiana e Historia Sagrada, Lectura y Escritura, Geometría, Historia de España, Fisiología e Higiene, Ciencias Físico-Naturales, Derecho, Dibujo, Trabajos Manuales, Ejercicios Corporales y Canto, según recoge un documento manuscrito de don Apolinar supervisado por la Inspección.

Apolinar Estévez debía, además, lidiar a diario con otros aspectos, aparte de los estrictamente educativos, como eran la falta de higiene y la miseria material en que se desenvolvía la vida de muchas familias. "Moralmente tenía que sufrir mucho, debido a lo poco que tenían, ya que un jornalero ganaba menos de dos pesetas, no daba ni para comer, y tenía que verlos descalzos y mal vestidos, con mucha deficiencia material. No tenían ni para comprar papel: el palillero valía cinco céntimos y la pluma dos, y tenía que dársela él a muchos para que pudieran escribir".

Las viejas escuelas estaban en el lugar que hoy ocupa el edificio del Mercado de Abastos, justamente en la calle que lleva en la actualidad el nombre de Don Apolinar Estévez por acuerdo de la Corporación Municipal en 1949.

El horario de clase era de nueve a doce de la mañana, pero él tenía que quedarse luego más tiempo con los mayores si quería que alcanzasen el nivel adecuado de conocimientos. "Tuvo muy buenos discípulos, en sus tiempos hubo alumnos con bastantes carreras", aunque casi siempre por desgracia sólo dentro de la gente más pudiente, puesto que la mayoría "a los ocho años ya les quitaban de ir a la escuela porque tenían que ayudar a sus padres a la recogida de piñas o en las tareas del campo".

Durante los meses de invierno, Apolinar Estévez se encargaba también de las clases para adultos, que se impartían de ocho a diez de la noche, "con muchas dificultades, pues no había luz eléctrica, sólo unas lámparas de petróleo, y tenía que luchar con los Ayuntamientos, ya que muchos se negaban a suministrarlo". En aquel tiempo huelga decir que poner la estufa en la escuela era casi un lujo.

Como fácilmente puede imaginarse, el trabajo que desarrollaba el maestro estaba mal remunerado (basta recordar el viejo dicho pasar más hambre que un maestro de escuela). Con ingresos bastante reducidos tuvo que sacar adelante a sus seis hijas, en solitario, pues quedó viudo a los cuarenta años.

Fuera de la escuela, las principales aficiones de don Apolinar eran la caza y el cultivo de un huerto.

Al entrar en clase cada día, existía la costumbre de rezar, igual que a la salida. Y era también muy común el cantar, con fines tanto religiosos como pedagógicos o mnemotécnicos.

"Como tenían pocos libros, tenían que escribirlos él, extractados, en cuadernos" para que los usasen sus alumnos.

Don Apolinar fue distinguido en varios ocasiones, y era también Presidente de la Asociación de Maestros del entonces partido judicial de Cebreros.

Como anécdoctas significativas de la personalidad y la labor de este maestro, puede recordarse que tenía un alumno sordomudo, al que "consiguió poner a la altura de los mayores por medio del lenguaje manual" y comentaba que era muy inteligente. También tuvo otro alumno ciego, y le enseñó a leer confeccionando para él un alfabeto de relieve, hecho en cartón. Ahora que tanto parece valorarse la sensibilidad hacia los temas ecológicos, puede también destacarse que Apolinar Estévez fue probablemente el primero que estableció en nuestro pueblo a nivel escolar la Fiesta del Árbol, un día en que los alumnos plantaban árboles y recitaban poemas alusivos al tema, a veces dialogados.

Al referirnos a la labor desarrollada por este maestro, sería injusto no recordar a su compañera de trabajo, doña Natalia Palacios, que también desempeñó su tarea como maestra de las niñas en muy similares condiciones (a excepción de las clases de adultos) y "con las mismas dificultades para colocar a tantas alumnas, sin mesas suficientes, teniéndose que sentar algunas niñas en el suelo". Creemos que doña Natalia también mereceria idéntico homenaje: una calle que llevase su nombre en nuestra localidad.

Apolinar Estévez murió en 1929. Pero, si hemos de hacer caso a lo que dice Miguel Delibes por boca de uno de sus personajes, "el pueblo permanece y algo queda de uno agarrado a los cuetos, los chopos y los rastrojos. En las ciudades se muere uno del todo; en los pueblos, no...". Sí, algo queda de este singular maestro y gran hombre, en la memoria de los que le conocieron y agarrado a las piedras antiguas de El Hoyo. Y, mientras existió el viejo edificio de las escuelas, uno podía imaginarse, en el silencio de la noche, que estaban flotando en el aire escenas muy similares a las que describía Machado en su Recuerdo Infantil:

Una tarde parda y fría
de invierno. Los colegiales
estudian. Monotonía
de lluvia tras los cristales.

Y aun escuchar como un susurro lejano que

todo un coro infantil
va cantando la lección:
mil veces ciento, cien mil,
mil veces mil, un millón.

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Fuente | Publicado en el Programa de Fiestas de San Miguel 1988
 
Ilustración | Fotografía de D. Apolinar Estévez con sus hijas, propiedad de la familia Galán, publicada en el libro El Hoyo de Pinares: Imágenes del Ayer, de Carlos Javier Galán.