El año pasado, al recoger en estas páginas los recuerdos de D. Máximo García López, médico titular de nuestro pueblo entre 1832 y 1834, hacíamos mención a un ex combatiente al que atendió cuando estaba gravemente enfermo y asegurábamos que su historia bien merecería un artículo aparte.
Se llamaba Benito. Nació y se crió en El Hoyo de Pinares. Fue llamado a filas y le destinaron al cuerpo de Caballería.
Por aquel entonces, en virtud del Tratado de San Ildefonso, la política exterior de España -cuyas riendas llevaba Manuel Godoy, primer ministro del rey Carlos IV- estaba sometida a los designios de Francia. En 1806, Napoleón reclamó a la Monarquía española el envío de tropas a Alemania, con el fin de reforzar el bloqueo al que estaba sometiendo a sus enemigos ingleses.
Bonaparte conseguía ayuda para sus afanes expansionistas por Europa pero, además, albergaba el oculto propósito de debilitar la respuesta militar española cuando llegara el momento de invadir nuestro territorio. El veterano de guerra hoyanco se lo narró así al médico que le atendía en sus últimos días: “Necesitaba Napoleón tropas valientes y sufridas para adelantar sus conquistas en el Norte y, como el célebre Godoy era a la sazón dueño del palacio y por consiguiente del gobierno, le concedió la parte de refuerzo que pedía, no sin mengua y grave daño de nuestra patria”.
Las tropas españolas pasan el invierno de 1807-08 acantonadas en Hamburgo pero, en febrero de 1808, Dinamarca -aliada de Francia- declara la guerra a Suecia, que se había negado a secundar el bloqueo al comercio inglés. Al territorio danés de la península de Jutlandia fueron enviados efectivos españoles, para desplegarse por la costa y evitar desembarcos.
Aquella unidad, conocida como la División del Norte y que estaba bajo el mando del General Pedro Caro y Sureda, Marqués de la Romana, fue el destino de nuestro paisano, que padeció enfermedades en su esforzada marcha por tierras europeas: “Molesto por demás sería referir a usted uno por uno los disgustos que pasamos hasta llegar a Dinamarca, tanto por mar como por tierra –contaba años después a su médico en El Hoyo de Pinares-, pero baste decir a usted, para que forme un juicio exacto de mis padecimientos, que fui acometido diferentes veces de catarros pulmonares” (posiblemente lo que hoy llamaríamos neumonía). “En algunos de estos ataques arrojaba sangre y tuvieron que hacerme alguna sangría; pero en otros que sufrí, no hice caso de ellos y con un ponche caliente solían desaparecer, aunque no la tos, que me molestaba por mucho tiempo. La causa de estos catarros, oí decir a los médicos, era debida a las influencias atmosféricas, a la variación del clima y a las largas marchas y precipitadas que continuamente se hacían por países húmedos y fríos como eran las regiones que atravesábamos”.
Hay muchos testimonios históricos curiosos sobre la buena sintonía entre los soldados españoles y la población civil danesa. En la literatura popular de Dinamarca existen numerosas referencias a aquella presencia hispana, que entonces les resultaba tan exótica, por su apariencia y sus costumbres. Algunas familias danesas conservan estampas que se editaron con los uniformes de las tropas de nuestro país. El célebre escritor de cuentos Hans Christian Andersen (nacido en 1805, autor de El patito feo, La sirenita, El soldadito de plomo, etc.) recuerda en sus memorias como, siendo niño, le cogió en sus brazos un soldado español, con gestos de cariño y con alguna lágrima, al recordar los hijos que había dejado en nuestra tierra. Tanto en 1908 como en 2008, al cumplirse el primer y segundo centenario de aquellos hechos, se celebraron actos conmemorativos con el apoyo de instituciones españolas y danesas.
En marzo de 1808 llegan a las tropas españolas los primeros rumores confusos sobre el motín de Aranjuez contra Godoy y empieza a cundir la desconfianza. Cuando se produce la invasión francesa de nuestro país, los responsables galos interceptan inicialmente la correspondencia y comunicación, de forma que los militares españoles sólo podían acceder a la información de la propia prensa francesa. Pronto el alto mando francés, ejercido por el mariscal Bernardotte, recibe instrucciones para dispersar a las tropas españolas, por temor a que se amotinasen.
A través de un pliego del ministro afrancesado Mariano Luis de Urquijo, tuvieron conocimiento nuestros soldados de que el trono español estaba ocupado por el rey José Bonaparte, al que se les ordenaba prestar juramento. Los distintos cuerpos hispanos estaban aislados entre sí y rodeados de fuerzas francesas. Algunos, en Fiona y Zelandia, se sublevaron contra el mando francés a los gritos de “Viva España” y “Muera Napoleón”, por lo que fueron desarmados y hechos prisioneros, cautiverio que se prolongaría durante años. El General Marqués de la Romana comprendió que ésa era la suerte que podían correr todos y optó por suscribir un reconocimiento, pero condicionado a que José I hubiera subido al trono sin oposición del pueblo español.
Desde la resistencia del interior de nuestro país, el Secretario de la Junta de Sevilla, Rafael Lobo, recibió el encargo de hacer llegar al Marqués de la Romana información de lo que estaba sucediendo en España. No pudo entrar en Dinamarca, pero utilizó como agente a un sacerdote escocés católico, James Robertson, que se hizo pasar por comerciante, y para posteriores comunicaciones se usó un sistema cifrado basado en el Cantar del Mío Cid. Más tarde, en un episodio absolutamente novelesco, el capitán Juan Antonio Fabregues, de los voluntarios de Cataluña, consigue reunirse con Lobo en un navío inglés y éste por fin le informa de todo lo que ha sucedido en España: el levantamiento popular del 2 de mayo contra los franceses y la constitución de las Juntas como autoridad legítima frente al rey usurpador. Fabregues pudo dar cuenta a sus superiores inmediatos y, cumpliendo indicaciones de éstos, trasladar las noticias al Marqués de la Romana.
Los franceses, hasta entonces supuestos aliados, se habían convertido así en enemigos. El General tomó la decisión de intentar reunir a todas las tropas españolas dispersas. Con los efectivos de que pudo disponer se apoderó de la ciudad de Nyborg y allí fueron llegando, con no pocos problemas, el resto de los españoles, excepto los regimientos que habían sido hechos prisioneros. Pasaron después a la isla de Langeland, donde tuvo lugar el emocionante acto que reproduce la pintura de Manuel Castellano: los nueve mil combatientes españoles se juramentaron, ante sus banderas, para regresar a España y luchar por su independencia.
Los españoles resistieron en la isla hasta que la escuadra británica del almirante Sir James Saumarez logró llegar a la costa y, en agosto de 1808, embarcó a toda la división con destino a Suecia. Los hombres, junto con toda la artillería, pudieron ser transportados. Pero los historiadores recogen que no pudieron llevarse los caballos y así lo corrobora también en primera persona el soldado hoyanco, que asegura que “los que no murieron de frío hubo que matarlos para que el cargamento de los buques no fuera tan excesivamente pesado. A mi caballo, que era muy brioso, por lo que tenía el nombre de ‘Arrogante’, le dio muerte un camarada, pues yo no tuve valor de hacerlo. Me había conducido más de dos mil leguas, habiendo compartido con él en diferentes ocasiones la ración y los peligros, y esto era causa de que yo le mirase con particular cariño”.
A la Bahía de Gotemburgo llegaron el 5 de septiembre treinta y siete barcos españoles para repatriar a los soldados que, el 9 de octubre, por fin desembarcaron en Santander, Santoña y Ribadeo.
Años después, el veterano de guerra hoyanco resumía estos hechos en su narración ante el médico que le atendía: “Nos hallábamos en aquellos remotos climas cuando supimos de la invasión de los franceses, noticia que nos produjo el más amargo y noble despecho. Inmediatamente, nuestro digno general, ardiendo en deseos de vengar nuestra nacionalidad ultrajada, dio las disposiciones más terminantes para nuestro regreso a España y, con el auxilio de Inglaterra, nos embarcamos en aquellos lejanos mares”. “Llegamos a España –relata el soldado natural de nuestro pueblo- no sin haber pasado por mil riesgos y compromisos, pues como Francia estaba en guerra con la mayor parte de las naciones de Europa, en muchos cruceros de los mares había buques que nos espiaban”.
Las tropas españolas del Marqués de la Romana comenzaban en territorio español una nueva lucha, ahora contra el invasor francés. “Arribamos a España –contó Benito a su médico años después-, y por cierto bien cercenado el número de los que compusimos aquella famosa expedición, y a poco tiempo de nuestra llegada contribuimos a contener la derrota que el general Blaque sufrió en Espinosa de los Monteros por tropas francesas”.
“Después de este reñidísimo combate –prosigue- atravesamos España en medio de un estío abrasador y, como la naturaleza notase aquel cambio viniendo de países fríos, fui atacado por un tabardillo pintado [fiebre tifoidea] que estuvo en poco en no llevarme a la trampa”. Más adelante narra que “posteriormente a mi enfermedad, hice toda la campaña de la independencia, siendo herido dos veces y prisionero otras dos”. La derrota de la batalla de Ocaña “nos ocasionó la pérdida de una infinidad de hombres, que prisioneros, hambrientos y transidos de frío por la desnudez y el rigor de la estación nos vio Madrid atravesar sus calles, cubiertos de harapos y pedazos de estera en el año de 1809”.
Benito consigue fugarse de su cautiverio y vuelve a la lucha. En el que será su lecho de muerte evocará luego “la dicha de incorporarme al ejército para combatir contra los usurpadores de los fueros de Castilla y en defensa de nuestra gloriosa independencia. No aspiraba a empleos, ni a distinciones de títulos y cruces. Mi ambición se cifraba en destruir enemigos: mi gloria en prestar aquellos servicios a mi querida patria. ¡Con qué furor me batía! ¡Qué ansiedad por entrar en acción cuando recordaba que nuestros adversarios eran extranjeros que pretendían oprimirnos ultrajando nuestra nacionalidad sagrada!”.
"Terminada la guerra con Napoleón y pasados algunos años, nos concedieron las licencias absolutas y con ellas me retiré a mi pueblo después de catorce años de ausencia, desnudo y sin recursos para principiar a vivir”. Benito carga, en sus recuerdos, contra el rey traidor Fernando VII: “Ésta fue la recompensa a nuestros servicios, y gracias que logramos volver al hogar paterno… Porque otros españoles recibieron por premio a su lealtad y servicios la proscripción, la cárcel y el patíbulo… Ése fue el premio que en lo general concedió el ‘suspirado Fernando’ al que más sacrificio hizo por su trono y la independencia de nuestro país. Cuando recuerdo la injusticia y la ingratitud con que se premiaron estas hazañas y sangre vertida, me estremezco y lleno de indignación, porque soy franco, como buen militar que fui y como castellano viejo que soy, siempre he tenido por lo más feo y horrendo que pueda abrigar el hombre, la injusticia y la ingratitud”.
En su nueva vida civil en El Hoyo de Pinares, Benito contrae matrimonio: “Dios me deparó una tierna y sensible compañera que, desde que oyó leer un día, en mi licencia, los servicios que había hecho y combates en que me había hallado, me tomó cariño y a poco nos desposamos” en una relación que el antiguo soldado retrata como muy dichosa.
En medio de los trabajos y la pobreza, el trienio liberal -tras el pronunciamiento que restauró la Constitución de Cádiz- va a cambiar por fin la suerte de Benito en ese aspecto: “Las inmortales y justas Cortes del año de 1820 al 23 decretaron, en justa compensación a nuestros servicios, una ley para que a cada licenciado del ejército de aquella época se le diese el importe de unos 4.000 reales en los terrenos baldíos o realengos de sus respectivos pueblos”.
Benito recibe un terreno en El Hoyo de Pinares que describe como “lleno de malezas y pedregales” y que en dos años “con mi mano y azada allané siendo tan escabrosos y desiguales”, convirtiéndolo “en un jardín de esperanzas y delicias, viendo crecer los arbolitos por mi mano plantados en tan poco tiempo”. Dedicado al cultivo del campo y viendo crecer a María, su pequeña hija, pasa su época vital más grata. En los descansos de las labores, en una lancha de la finca, a la que bautiza como de la Amistad, el ex combatiente se sentaba de vez en cuando a charlar con alguno de sus amigos del pueblo.
Pero enseguida la restauración del absolutismo en 1823 vuelve a cambiar el panorama: “la terrible reacción del 23 nos privó de una propiedad que la nación reunida en Cortes nos diera, dejándonos en el mayor desamparo”. “Una sombría tristeza –le confiesa Benito a su médico en sus últimos días- se apoderó de mi ánimo (…). Un despojo tan tiránico y arbitrario como éste no podía menos de causar un trastorno en mi naturaleza y, como mi pecho tantas veces había padecido, se resintió de nuevo y, de unos males en otros, a manera de los eslabones que unen una cadena, me pusieron en muy mal estado y redujeron a la desesperación (…) Hace tres años que arrastro la vida más miserable y penosa”. Benito visita de vez en cuando, con nostalgia y con lágrimas, su antigua posesión, a la que tantos esfuerzos dedicó.
Así es como el médico D. Máximo García le encuentra, en su lecho, en 1832: un hombre en la cincuentena, delgado, muy envejecido, con barba blanca, fatigado, con dificultades para expectorar, padeciendo a menudo fiebres y escalofríos... Es entonces cuando el veterano de guerra le cuenta al doctor su historia y, finalmente, le pedirá que le diga con sinceridad cuáles son sus expectativas reales.
Tras resistirse inicialmente, el galeno que le había examinado le acabará confesando que “su mal por desgracia ha echado hondas raíces” y que la ciencia no puede ya ayudarle. Benito le confiesa que espera la muerte con serenidad, sin temor “como buen militar que más de una vez ha luchado con ella”, pero con preocupación por su familia, por dejar “en este mundo de miserias dos pedazos de mi corazón, sin apoyo, sin guía y sin recursos para el preciso sustento. Este recuerdo me atormenta, me fatiga y pone en angustiosa tortura los cortos días que me quedan de vida”.
El viejo soldado natural de El Hoyo de Pinares, que había sido partícipe de hazañas en Dinamarca y en España, que había anhelado tener una vida tranquila en el campo sin conseguirlo, se despedirá cariñosamente de su esposa: “Te suplico me perdones si como hombre y esposo te he podido ofender. Ten serenidad y resígnate con la suerte (…) Continua dando a mi hija esa educación santa y hermana que has sabido grabar en su corazón, sé caritativa con el desgraciado y, si alguna vez pasáis por la Lancha de la Amistad, acordados del que la puso tan justo nombre”. Y de su hija: “Sé, como hasta ahora (…), el consuelo de tu madre y recibe la bendición de tu padre (…). Acuérdate hija mía de tu padre y de sus consejos y, si algún día mudas de estado y el cielo te concede sucesión, le pondrás mi nombre a alguno de tus hijos…”. Benito recibió los últimos sacramentos y, cuatro días después, falleció.
Cuando tanta gente ni siquiera salía en toda su vida del pequeño entorno en que veía la luz, este hoyanco había recorrido Europa y servido como soldado español en Dinamarca. Secundó la rebelión cuando los franceses ocuparon España y, tras mil desventuras y esfuerzos, regresó para luchar contra el invasor. Fue un hombre que, después de tanto servicio, sufrió la ingratitud y la injusticia de las autoridades de su propio país. Que deseó una vida apacible en estos parajes y murió con el desconsuelo de dejar desamparadas a su mujer y a su hija. Aunque tan triste historia pueda parecer novelesca, no es un relato de ficción. Benito, el viejo soldado nacido en El Hoyo de Pinares, existió, fue real. Pisó el mismo suelo que nosotros y tal vez soñó contemplando estos mismos montes.
Bibliografía:
- Diario de un médico. Máximo García López. Imprenta T. Aguado, Madrid,
1847.
- Los españoles en el Langeland (1808). Coronel Andrés
Allendesalazar y Bernar. Revista Ejército,
nº 247. Madrid, agosto 1960.
- La
expedición española a Dinamarca. José M. Bueno Carrera. Aldaba
Militaria, 1990.
- Expedición española a Dinamarca. Artículo
de wikipedia.
- La expedición española a Dinamarca (1807-1808). Qadesh. Portal de Historia Militar El Gran Capitán, 2005.
-
Dinamarca: Expedición del Marqués de la Romana. Asociación
Histórico-Cultural Teodoro Reding. 2008.
- La expedición a Dinamarca del Marqués de la Romana. Diario de Mallorca, 23 diciembre 2007.
Fuente | Publicado en el Programa de Fiestas San Miguel 2013.
Ilustraciones | El Juramento de las tropas del Marqués de la Romana, óleo de Manuel Castellano (1850) y lámina antigua de las tropas hispanofrancesas.